miércoles, 25 de abril de 2012

Reflexiones a un año del 15-M (y su adanismo)

El próximo día 12, el movimiento 15·M ha llamado a nuevas movilizaciones para conmemorar los hechos, que, hace un año, removieron muchas conciencias, y, muy posiblemente, dejaron demasiado satisfechas a otras. Ante esta nueva convocatoria, recuero, con algunas modificaciones, este artículo publicado en mi columna de Diario Progresista, en octubre de 2011.


Los que ahora tienen 35 años, tenían 20 años cuando Felipe González dejo de ser presidente del Gobierno. Los que tienen 30, 15; los que 25, 10; y los que ahora tienen 20, sólo 5 años. Son horquillas de edad que representan, en su inmensa mayoría, a las personas que integran el movimiento llamado 15·M. Todos ellos anhelan una sociedad distinta, rupturista, más de los ciudadanos. Lo hacen, con toda legitimidad, observando la que a ellos les ha tocado vivir, que es manifiestamente mejorable, como todos sabemos.

Pero es una sociedad a la que, en justicia, hay que mirar con perspectiva y comparándola a cómo era con anterioridad. Los que prácticamente sólo han sido testigos del devenir político en España a partir de ciertas edades, difícilmente podrán hacerlo. He tratado de mantener esta conversación con miembros del 15·M, pero he descubierto en muchos de ellos, con pesar, que a pesar de su manifiesta voluntad ‘asamblearista’, no se sienten cómodos escuchando argumentos que vengan a rebatir su radical visión de la realidad, desde la que parecen sentirse los únicos legitimados para analizarla. Los que aún somos jóvenes menores de 50, aunque  hayamos cruzado la temible frontera de los cuarenta, empero, tenemos la obligación de reivindicar, -especialmente los que somos de izquierdas-  los cambios que sí se han producido en España, la obra de nuestros mayores (y la nuestra, que también lo es). Y no quiero referirme a la Transición, que pudo estar mejor o peor planteada, sino a todo lo que vino después.

Yo recuerdo España cuando se murió Franco. En eso me siento un poco como Carlitos, el protagonista de la serie “Cuéntame” que emitía Televisión Española (hasta que el gobierno radical y neocon de Mariano Rajoy decidió mermar, cobardemente, su audiencia para después justificar los cambios que le permitan hacerse con la línea editorial de la televisión pública estatal, ahora independiente y veraz, y por tanto, peligrosa para los intereses ocultos del PP). Porque recuerdo una infancia en blanco y negro, en la que cuando nos caíamos jugando y nos hacíamos una herida, nos llevaban a unos lúgubres cuartuchos, ubicados en cualquier edificio, que llamaban “casas de socorro”, y en la que era costumbre dar una propina a los enfermeros que te curaban. En la que los que vivíamos lejos de la capital -en Huelva, en mi caso- viajábamos a Madrid haciendo noche en algún hostal de aquellas carreteras comarcales en pésimo estado de conservación, porque tantas horas de viaje se tardaban como para que así fuera necesario. En la que a los ‘malos estudiantes’, a los 13 años les daban aquel “certificado de escolaridad”, que no era otra cosa que un permiso de trabajo para niños a los que el Estado renunciaba a formar, y cuyos progenitores no tenían ningún derecho a defender de semejante tropelía. En la que miles de vocaciones profesionales se truncaban antes siquiera de haberlas iniciado porque los jóvenes sabían que sus familias no podían costear los estudios de sus hijos en las escasas y lejanas universidades del país. En la que millones de personas, sobre todo mujeres, carecían del derecho a una pensión. En fin, un país triste  y gris que ofrecía escasas oportunidades, y sólo a los más privilegiados.
"La fuerza del 15·M, que es una fuerza política esencialmente, debe unirse, abandonando esa cierta pose de pureza que aleja a sus miembros de quienes defendemos lo mismo desde la acción partidaria o sindical,  a la oposición a la derecha reaccionaria que nunca consideró conveniente que la ciudadanía obtenga derechos que no puede costearse."
Tuvo que llegar el PSOE en 1982 para que todo aquello comenzara a cambiar. 14 años después de que Felipe González asumiera la presidencia del Gobierno, nadie podía reconocer a España. La sanidad se convirtió en un derecho universal sin más coste para el ciudadano que el de los impuestos que, directa o indirectamente, todos tributamos; con grandes hospitales y prestaciones sanitarias que pocos recuerdan que, sólo una década antes, no existían en España. La educación se convirtió en obligatoria hasta los 16 años y -aunque no se quiera reconocer por nuestra derecha y sus terminales mediáticas, que, como el Tea Party, son capaces de negar al mismísimo Darwin si ello concurre con sus egoístas intereses- con una evidente mejora de calidad, en profesorado, infraestructuras, medios y recursos. Las universidades y la capacidad de acceder a ellas se multiplicaron hasta hacerla accesible a todos los estudiantes que tengan interés en alcanzar sus grados, y la formación profesional evolucionó como no lo había hecho desde la Segunda República. En esos 14 años se reorganizó y se estableció el actual sistema de pensiones y se garantizó la supervivencia de una Seguridad Social que es hoy el gran pilar de nuestro sistema. Todo ello porque así lo hicieron los sucesivos gobiernos socialistas que contaron con el apoyo de fuertes grupos parlamentarios capaces de neutralizar la permanente negativa de la derecha a abordar esas reformas que venían a favorecer a los ciudadanos, fuera cual fuera su condición o clase social, y no sólo a los más privilegiados. Y lo hicieron en momentos de fuerte inestabilidad financiera provocados por las crisis del petróleo de los primeros años ochenta y teniendo que abordar, además, dramáticas reconversiones industriales que situaran, por fin, a España en el siglo XX a nivel productivo.

Por el contrario, y eso sí que debieran recordarlo muchos de los jóvenes que hoy claman contra los grandes partidos afirmando que todos son iguales, las dos legislaturas de Aznar se caracterizaron por… ¿Por qué? He preguntado muchas veces si alguien es capaz de recordar por su nombre una reforma, una ley o un nuevo derecho adquirido con los gobiernos populares, que no sea la supresión de servicio militar obligatorio. Nunca he obtenido respuesta. Ni una sola vez. Los líderes de la derecha reivindican como éxitos propios ciertos indicadores macroeconómicos que visten mucho, pero que no se reflejaron en una mejora sustancial de la calidad de vida de los españoles, de los salarios o de las pensiones, congeladas por Aznar durante un largo periodo de su mandato. Mucho menos en un aumento del poder adquisitivo de los ciudadanos, sobre todo los de menor renta; todo lo contrario, al haber gestionado de forma irresponsable -pero intencionada- el tránsito de la peseta al euro permitiendo una subida de precios de hasta el 66 % en los productos básicos, por no haber tomado medidas que evitaran la equiparación de la moneda de cien pesetas con la de un euro, sin que ese reflejo se viera en los sueldos de los trabajadores ni en las pensiones. Se arrogan también haber creado muchos puestos de trabajo, pero lo cierto es que llegaron al gobierno con dos millones de parados y con dos millones de parados se fueron, y la mayoría de los contratos que se generaron –que no empleos estables- estuvieron basados exclusivamente en un falso boom inmobiliario y no a nuevos yacimientos de empleo y productividad, invitando a decenas de miles jóvenes a dejar sus estudios para ganar grandes sueldos en la construcción, lo que nos ha llevado a la actual situación de enormes cifras de parados sin cualificación (y millones de viviendas construidas a la espera de comprador).

Tuvo que ser a partir de 2004, con una nueva mayoría socialista, que los españoles volvieran a tener un gobierno y un parlamento que apostara por mejorar los derechos colectivos e individuales, de forma que la riqueza de la nación les revirtiera de alguna forma. La Ley de Dependencia, que ya es asumida como el cuarto pilar de Estado del Bienestar, no hubiese visto la luz con un gobierno del PP; es fácilmente comprobable mirando cómo están haciendo lo posible por boicotearla. La Ley de Igualdad, los matrimonios igualitarios, el aumento de las partidas para becas, la mejora de las pensiones y las mejores cifras de empleo neto jamás registradas en nuestra historia se obtuvieron una vez que José Luis Rodríguez Zapatero hubo llegado a La Moncloa. Y también, si se me permite citarlo, la inclusión en los planes educativos de la asignatura Educación para la Ciudadanía, cuyo objetivo principal, y por eso escuece tanto al PP, es formar ciudadanos, en el más amplio sentido de la palabra, conocedores de su entorno y del sistema en el que conviven para que, terminada su formación, puedan tomar el testigo del mismo y hacer posible las mejoras que hoy reivindican quienes no contaron con esa herramienta del conocimiento, que es, siempre, la mejor herramienta para cualquier empresa que se quiera acometer.

Han bastado con poco más de 100 días de Gobierno de Mariano Rajoy, para que todo lo relatado se ponga en tela de juicio; para que nos traten hacer creer que todos los derechos y mejoras conseguidos por la ciudadanía -con los gobiernos socialistas, y sólo con ellos- no nos pertenecen, y que la mayoría absoluta obtenida con una propuesta electoral que nunca tuvieron intención de cumplir, es suficiente para robarnos, en nombre de una crisis que les pertenece a ellos más que a nadie -y cuya responsabilidad eluden sin rubor alguno- lo que tanto nos ha costado conseguir a tantos. A pesar de ellos, y también para ellos. Y aún así, todavía hay quien osa afirmar que son lo mismo.

No son lo mismo. ¿Cómo van a serlo? El haber sido testigo prácticamente sólo de estos últimos años, protagonizados por esta terrible crisis provocada por los que defienden las mismas políticas económicas que la derecha española, podría llevar a alguien a afirmar que unos y otros son lo mismo. Pero si uno sale a reivindicar un mundo mejor – ¡qué gran alegría que esto ocurra!- está obligado a conocer la historia del sistema que se quiere mejorar. Y, claro, si una enorme parte de ese magma humano y reivindicativo apenas había empezado la educación secundaria cuando los populares llegaron al poder en 1996 y, además, parece poco dispuesta  a reconocer el adanismo que caracteriza su lucha, podría acabar creyendo que sí, que da igual quien gobierne. Pero tras el brutal ataque de la derecha a los pilares básicos de nuestra convivencia en tan sólo tres meses, ya no hay nada que justifique esa errónea percepción, pues podrían volver pasar largos años hasta que los españoles volvamos a tener gobiernos que, con sus aciertos y sus errores, nos brinden mejoras sociales, nuevos derechos y la posibilidad de ir corrigiendo los defectos que, sí, es cierto, este sistema está acusando. 

El 15·M fue y es un soplo de aire fresco muy necesario para la nuestra y para cualquier democracia. El próximo día 12 el movimiento ha llamado a repetir, aunque con un carácter más testimonial y conmemorativo, las escenas -emocionantes y esperanzadoras en sus mejores momentos- del pasado año. Tras lo vivido desde las pasadas elecciones, el movimiento debería de mirar con más objetividad, ahora ya sí, la historia reciente de nuestro país antes de afirmar que no hay diferencias entre unos partidos y otros. La fuerza del 15·M, que es una fuerza política esencialmente, debe unirse, abandonando esa cierta pose de pureza que aleja a sus miembros de quienes defendemos lo mismo desde la acción partidaria o sindical, a la oposición a la derecha reaccionaria que nunca consideró conveniente que la ciudadanía obtenga derechos que no puede costearse.

Si de verdad queremos mejorar el sistema y ponerlo al servicio de todos, demostremos de verdad -con lemas, pero también con hechos- que estamos dispuestos a hacerlo uniendo fuerzas contra un enemigo común que ya no necesita la careta, porque nuestras divisiones les ha dado el poder que nunca hubiesen conseguido de otra forma. Que el aire fresco del 15·M sea una fuerza que nos una para defender lo que debe unirnos y nunca separarnos, porque nos lo quitan. Nos lo están quitando.