domingo, 17 de julio de 2022

Abusos policiales: pasado ¿y presente?

Recupero, hoy, 17 de julio de 2022, una historia que sucedió -que me sucedió- en 1987, hace justo treinta y cinco años. Paciencia, es larguita.
Del 16 al 17 de julio de 1987
Hechos, consecuencias y tres satisfacciones

Los hechos
Tuvieron lugar la madrugada del 16 al 17 de julio de 1987, aunque se venían fraguando unas semanas. Con 20 años y en plena efervescencia ochentera, la pandilla era reflejo del variado elenco de tribus urbanas que pululaban por las calles, bares y centros de estudios de toda España. En vacaciones, enemigos acérrimos en la ciudad (rockers vs. mods, punquis vs. jevis) se tornaban forzosamente en amigos para siempre en los remotos lugares que sus familias elegían para las vacaciones y a los que no había llegado aún la explosión de identidades que la democracia y los ochenta habían traído al Madrid de la movida primero, y al resto del país después. Mi pandilla reunía en un solo grupo a dos jevis, tres punquis, un hippy (auténtico), un par de lo que ahora se denominarían alternativos, algún que otro pija, un vasco del que todos pensábamos que era un etarra arrepentido y huido o algo similar, y yo, que vestía camisas de colores rematadas por un Ferrándiz prendido al cuello (un camafeo de latón que había hecho y me había regalado mi amigo Rafael Cárdenas Ferrándiz). Nacho siempre recuerda que aquella noche coincidimos con Pablo Carbonell, quien al observar nuestro variopinto grupo comentó: "Uy, qué pandilla más graciosa, qué mona".

A los que no resultábamos graciosos, al parecer, era a las fuerzas de seguridad destinadas en la zona: Policía Local y Guardia Civil. Les desconcertaba nuestra falta de delitos. Con la imagen que ofrecíamos, el escaso, por nulo, nivel de violaciones de la Ley les tenía perplejos y en alerta. Era costumbre que uno y otro cuerpo nos pidieran el carné de identidad un día sí y otro también, como si fuésemos sospechosos de algo. Este acoso comenzó a resultarnos tan incómodo y ofensivo que las discusiones con los agentes se sucedían una y otra noche. Entonces inventaban excusas que les justificaran: una denuncia por la desaparición de un joven cuyos datos físicos coincidían con alguno de nosotros, quejas por ruido de los vecinos... Que inventaran excusas es la mejor prueba: nada justificaba el seguimiento al que nos sometían.

Sucedieron en La Antilla (Lepe, Huelva). Los bares cerraban a las tres de la madrugada. Ya se encargaban los locales de hacer cumplir esa norma, ya. A partir de esa hora, sólo la imaginación nos ayudaba a pasar el tiempo. Nuestro poder adquisitivo no nos permitía grandes fiestas y nuestra edad no admitía que la noche, la fiesta, terminara antes que la madrugada. Teníamos veinte años. Nos irritaba tanto la actitud de la policía que decidimos entrar al trapo y devolverles la jugada. Trasladamos el final de nuestras largas noches a la acera que quedaba enfrente del cuartel de la policía local, adonde íbamos a… jugar al Trivial. Así no tendrían que seguirnos para saber qué hacíamos.

Una noche, uno de nosotros cometió un terrible delito y pudimos comprobar que realmente nos vigilaban. No tenían motivo para hacerlo, pero lo hacían. De madrugada, Schweepping atentó contra una propiedad privada cuando robó un póster de cosméticos con una amplia y sugerente foto de Elle Macpherson, que, por estar mal instalado, sobresalía de un panel publicitario. De pronto, una marea verde y azul salió de la nada y nos rodeó dando el alto. Entre civiles y locales sumaban más de diez agentes, lo que para La Antilla, bien se podría considerar un amplio despliegue policial. Rancapinos, conocido y temido entre los jóvenes policía local del ayuntamiento de Lepe, corrió tras Schweepping, que, abrumado por la inmediatez con que la autoridad estaba resolviendo el caso del póster robado, se dio a la fuga, provocando la risa de todos nosotros y de algunos guardias. Rancapinos le encontró detrás de unos matorrales. En el trayecto desde los matorrales hasta el lugar en el que el resto de agentes nos rodeaban, Schweepping se quejaba de que Rancapinos le había dado una bofetada. Éste, airado, lo negaba. "¡Mentira! –Decía— no tienes testigos, Y como no te calles te voy a dar otra". No era Schweepping (ni es) hombre que se quejara sin motivos.

A mediados de Julio la cosa ya estaba caliente. La idea de jugar al Trivial cada noche a la vista de la policía tras el cierre de los bares no fue buena. Era una forma de provocación, y así lo entendieron los agentes. Mañanas y noches ellos nos buscaban en las playas y bares que solíamos frecuentar. Aspiraban a "pillarnos" en algo, lo que fuera. En las madrugadas, éramos nosotros los que íbamos hasta ellos. Lo hacíamos para fastidiar. Una suerte de resistencia activa pacífica. En fin, eran nuestros enemigos y nosotros los de ellos. Cosas de la edad, supongo.

Sucedió la noche del 16 al 17 de julio. Fue una noche muy larga. Primero fumamos unos porros. Ni era habitual en nuestro grupo ni recuerdo quién los trajo. Uno de los jevis, fijo. Luego hicimos nuestra particular versión del "botellón", consistente en bebernos una botella del segoviano DYC utilizando su alargado tapón de entonces como vaso, a modo de chupitos. En fin, estábamos contentos, pero sin exagerar. El grupo era de una docena de individuos, pero rara vez reuníamos para más de una botella. Fue cuando vimos a Pablo Carbonell y Piru se le acercó llevando en la palma de la mano abierta un cigarro, un mechero, un trocito de cartón enrollado y un papelillo de liar tabaco diciendo: "pues casi nos falta nada". "Qué pandilla más graciosa, que mona", dijo el artista y, llevando la mano al bolsillo, sacó una piedra de haschís y nos regaló un par de porros. (Claro, de ahí salieron los porros. No fueron los jevis. Pero solían serlo cuando había porros de por medio). A eso de las tres de la madrugada, la inflexible hora de cierre dictada por el ayuntamiento socialista de José Ángel Santana, Schweepping y Antonio el punqui jugaban en el futbolín en un bar de copas al que solíamos porque su dueño no ponía pegas si nuestro grupo de diez o más personas consumía como uno de tres o cuatro. Yo no estaba cuando aparecieron los locales, para variar. Que había que cerrar. Que se esperaran un momento y dejaran acabar la partida, hombre, que eran unos minutos. Que no. "Que no te pases, tío, que quién te crees que eres con la gorrita. Voy a terminar mi partida que ha costado cinco duros" dijo Antonio. Tenía que pasar. El local, uno de los más jóvenes (seguramente, un eventual para el verano) empujó a Antonio. Éste cayó contra la cristalera del local y ésta se rompió, cayendo el punqui fuera del local, cubierto de cristales y con alguna pequeña herida causada por los mismos. Tenía que pasar y fue esa noche.

Vinieron a buscarme cuando ya habían sido llevados a la oficina de la Policía Municipal. Antonio y Schweepping estaban "presos", me dijeron los otros. Yo era, en cierto modo, algo así como el delegado de la pandilla, el nexo de unión entre unos y otros. En realidad, esto no era consecuencia de un carácter especial o una personalidad arrolladora, sino por mi condición de voluntario responsable del puesto de socorro de la Cruz Roja, en cuyo entorno nació y se ubicaba la pandilla. Tal vez por esa condición de responsable de algo, mis amigos pensaron que yo era la persona indicada para abordar aquella situación y capitanear nuestras acciones. Acudí al cuartel, pero estaba cerrada la puerta. Apoyado en la ventana escuché lo que acontecía en el interior. Estaban diciendo a mis amigos que ya se podían vestir, luego estaban desnudos. Les hacían saber que por aquel cuarto "íbamos a pasar todos los de la pandilla, que ya estaban hartos de nosotros". De pronto, una mano golpeó mi hombro. La mano de Ruiz, el guardia civil del que sólo sé su apellido, pero que no olvidaré nunca.

— Ven, ven, acompáñame— me dijo, indicando el camino al coche patrulla. Amagué con negarme, pero me agarró del brazo y me obligó a entrar en el coche. No me resistí. No dijo nada en todo el trayecto, sólo que comprobarían mi identidad y ya está. Qué ironía, la identidad de todos nosotros era comprobada cada noche. No era mi identidad lo que iba a desvelarse. Al cruzar la puerta del cuartelillo de la Benemérita mi sorpresa fue mayúscula. Dentro se encontraba un número de agentes uniformados y sin uniformar inusual para esas horas de la madrugada. Casi las cuatro. Además, no había sólo guardias, también estaban presentes varios locales, algunos de uniforme y otros de paisano.

— ¡Mirad a quién traigo! —dijo el tal Ruiz, en tono victorioso— al Echevarría.

Se me heló la sangre. En aquellos años, las circunstancias políticas que todos recordamos no eran las más apropiadas para llamarse Echevarría y estar de madrugada en un cuartelillo de la Guardia Civil sin haber ido por tu propio pie. Fue, sobre todo, muy humillante. Tal como terminó de pronunciar esas palabras, Ruiz me empujó contra una pared y, con la mano abierta, la emprendió a bofetadas conmigo. No sabría decir cuántas veces me golpeó. Bastantes. Mientras me pegaba decía cosas del tipo "te voy a meter en el trullo para que aprendas a respetar al cuerpo". "Vas a aprender qué es la Guardia Civil". No fue muy largo, pero se hizo eterno. Cuando ya estaba en el suelo, encogido, llorando, pidiendo que no me pegara más, paró. Entonces me ordenó que me pusiera de pie burlándose de mis lágrimas y me pidió que me desnudara. No puse objeción y obedecí de inmediato. Estuve totalmente desnudo un buen rato mientras ellos cuchicheaban y registraban mi ropa. Al sacar y revisar mi cartera, la actitud de algunos guardias, no de todos, no de Ruiz, empezó a cambiar.

Aquel pedazo de cuero envejecido albergaba, además de mi DNI, varias acreditaciones de prensa; por aquella fecha yo era colaborador habitual de algunos medios de comunicación de Huelva. Tras observarlas detenidamente, el mayor de los guardias civiles se acercó a mí.

— Vístase — dijo, acercándome mi ropa. Noté que me hablaba de Vd.

Cuando me hube vestido un guardia me indicó que me acercara a la mesa tras la que se había sentado el más viejo. Me devolvió la cartera y literalmente dijo estas palabras: "Sepa Vd. que la Guardia Civil está para servirle 24 horas al día, 365 días al año. Puede Vd. marcharse si quiere." No daba crédito a lo que oía, pero no me atreví o no supe qué decir y me dispuse a irme.

En ese preciso momento se empezaron a oír voces en el exterior. "¿Dónde está Perico? ¿Qué le habéis hecho?" y "¡Perico, Perico! ¿Nos oyes?". Eran mis amigos.

La Policía Local había dejado en libertad a Schweepping y a Antonio el punqui, y toda la pandilla se había dirigido al cuartelillo para saber de mí y de los motivos de mi detención, si es que estaba detenido. Fue entonces cuando me fijé por primera vez en la presencia de Gabriel Toro, un guardia de paisano del que supe después que era de la brigada de narcóticos y con el que, pasado el tiempo, incluso llegué a mantener una breve y, para mí, reparadora amistad. Cada cosa a su tiempo. Toro, un hombre moreno, de complexión fuerte y aspecto rudo, se dirigió a la puerta del cuartelillo y, al pasar a mi lado me dijo "siéntate ahí" y señaló con el dedo a un sofá que había junto a la puerta. Yo pensaba que todo había terminado y estaba a punto de irme. Qué va a pasar ahora, pensé. Toro abrió la puerta y apoyado en el quicio se dirigió insolente a mis amigos.

— ¿Qué? ¿Queréis ver a vuestro amigo? —dijo, en un tono más que chulesco. Unos tensos segundos de silencio… y añadió — Pues, venga, id entrando.

Los otros guardias salieron, rodearon al grupo y todos entraron en el cuartelillo. Se desató una nueva tormenta de empujones, gritos y alguna que otra bofetada. Rápidamente, todos mis amigos estaban de espaldas a mí, con las manos abiertas en alto, apoyadas contra la pared, y las piernas separadas. Aún así, los guardias no se privaron de propinar alguna que otra patada para estuvieran aún más separadas. Sólo Nacho se libró. Una vez más, el mayor de los guardias intervino, se acercó expresamente a él y lo sacó de la fila. Yo imaginé que le había reconocido, ya que Nacho veraneaba todos los años en la casa de su abuelo paterno, que hacía trampas jugando a las cartas y, además, era general de la Guardia Civil jubilado. Por ello, era habitual que los agentes saludaran respetuosamente al pasar con el coche patrulla por su casa, y más que posible que hubieran visto a Nacho allí en repetidas ocasiones. Así que Nacho se libró, pero el resto fue sometido a la misma tanda de humillaciones que yo, incluida alguna que otra bofetada y el consiguiente registro de pertenencias mientras permanecían desnudos contra la pared. Sigo sin comprender por qué lo hizo, pero yo fui testigo visual cuando Gabriel Toro, sin motivo aparente, se acercó a Luis, el otro punqui del grupo (y un tipo genial, además de un brillante estudiante, hoy doctorado en Historia o algo así y en ejercicio de su profesión, buen esposo y buen padre) y sin mediar motivo aparente que yo pudiera apreciar, e, insisto, yo estaba ya vestido y sentado en el sofá que había junto a la puerta y todo sucedía ante mí como si fuera una mala película, Toro le pegó un fuerte puñetazo en los genitales a Luis, cayendo éste al suelo retorcido de dolor.

— Cabrón, que me has dao en los huevos —dijo Luis, sin perder su entero carácter, pero con los ojos llenos de lágrimas y sufriendo un evidente dolor que le hacía retorcerse con las manos apretadas contra la entrepierna.

— ¿Quién te ha dao? Eh, que quién te ha dao —tuvo la cara de decir encima el guardia.

— ¡Los demás contra la pared! —gritó otro de los guardias al grupo que permanecía desnudo contra la pared y sufría con Luis el dolor que debía sentir — ¡No hay nada que mirar, contra la pared he dicho! —y llovió una nueva tanda para mis amigos, que habían ido hasta el lugar a interesarse por mí.

No puedo relatar con exactitud, aunque lo sé, cómo terminó la escena del cuartelillo para mis amigos. Cuando aquello se empezó a calentar, el mayor de los guardias, que asistía impasible a todo lo que estaba ocurriendo aunque había tenido una atención diferenciada con Nacho y conmigo, me agarró del brazo, me acompañó hasta la puerta y me permitió que me fuera recordando lo que había dicho anteriormente. 24 horas al día para que lo que haga falta. La puerta se cerró tras de mí y me fui alejando de aquel siniestro lugar. Eran las cinco y media de la madrugada. Tuve la suerte de cruzarme con mi muy buen amigo Javier, o Cuchi, que es como le conocemos ahora, que apareció, como siempre, en el momento oportuno, y puso su hombro para el más desconsolado llanto que recuerdo haber protagonizado jamás. No iba solo. Le acompañaba C., otro amigo del que, por lo que relataré más adelante, prefiero conservar el anonimato ante los lectores, aunque se puede saber que había sido, unos años antes, novio de mi hermana mayor y que mantenía buena relación con mi familia. El encuentro fue providencial pero… cada cosa a su tiempo.

Atropelladamente, entre sollocitos, sollozos y puro llanto, conté a Cuchi y a C. lo ocurrido. Yo quería volver al entorno del cuartelillo y esperar a mis amigos, pero el antiguo pretendiente de mi hermana, porque lo cierto es que el chico había estado muy enamorado y aspiraba a contraer matrimonio con ella, se opuso con mucha firmeza, como si aún mantuviera el vínculo familiar de los novios conmigo, e insistió en acompañarme a mi casa, alegando, además, que mis padres estarían muy preocupados por mí. Mis padres estarían dormidos, y él lo sabía, pero aun así me acompañó hasta la misma puerta de mi casa y esperó para verme entrar en ella. Sé que permaneció allí más tiempo, no sé cuánto, pero sé que estuvo. Traté de dormir un poco y centrar mis ideas. Mi padre estaba en Huelva y mi madre, naturalmente, dormía.

Debió pasar menos de una hora de sueño cuando desperté sobresaltado. ¿Cómo era posible que sólo unas horas antes hubiera pasado todo aquello? Me levanté, me vestí y salí de nuevo, en busca de respuestas. ¿Había terminado aquello para mis amigos? Me acerqué asustado y sigiloso al cuartelillo. Desde fuera se podía observar que las luces no estaban encendidas. Las altas ventanas de cuartelillo, que por su altura no permitían ver el interior y a la vez te protegían de ser visto desde éste, estaban abiertas. No se oía nada. Ni gritos, ni voces ni nada. Entendí que todo había terminado definitivamente. Iluso.


Las consecuencias

En la casa de Nacho supe que él había sido invitado a abandonar la escena poco después que yo, y que los demás habían ido saliendo a medida que se iban vistiendo tras ser registrados y no habérseles encontrado nada que fuera motivo de detención o, al menos, de denuncia. Todos menos Antonio y Schweepping. A ellos, que esa noche habían tenido doble ración de cuartelillo tras el incidente del futbolín y la agresión que dio origen a todo, la Guardia Civil había decidido detenerles formalmente por atentar contra la autoridad y agredir a un policía local, según denuncia del mismo, con consecuencia de lesiones y daños materiales en el bar donde tuvieron lugar los hechos. Fueron esposados y trasladados a Lepe. Era viernes por la mañana. Fueron a buscarme tras ser liberados por la policía local, para acabar siendo detenidos, esta vez de verdad, esposados y trasladados a un calabozo de Ayamonte en el que permanecieron detenidos hasta el lunes por la mañana. La jueza de Ayamonte decidió dejarlos en libertad sin cargos.

Había finalizado todo.

O no. Aunque las tornas cambiaron. El carácter siniestro que había tomado nuestra relación con las fuerzas del orden cambió radicalmente cuando mi padre intervino. Del grupo, sólo Nacho y yo decidimos contar en casa lo ocurrido. Yo estaba dispuesto a emprender acciones legales contra los guardias, seguro de que no había hecho nada que mereciera la humillación que me habían hecho pasar, amén de las bofetadas que Ruiz me propinó. La familia de Nacho se aseguró por su cuenta de que nada le ocurriera a él, si bien su padre. D. Felipe, un señor, ya fallecido, no acababa de creerse lo que contábamos, o pensaba que la versión que le dábamos a conocer estaba incompleta. La reacción de mi padre fue otra. Por un lado, le había herido profundamente la parte de mi relato en la que Ruiz decía, orgulloso como un cazador mostrando presa: "mirad a quién traigo, al Echevarría". Por su edad y su carácter, no había sido un antifranquista militante y/o comprometido, pero sabía y recordaba cosas, sobre todo las que no pudo hacer, las que supo y las que tuvo que callar en 39 años de dictadura. También recordaba cómo su apellido, Echevarría, le había hecho pasar algún que otro mal rato aquellos años. Además, le había molestado muchísimo que me obligaran a desnudarme; más que me hubiesen dado unas hostias, que también le molestaba, claro, le molestaba que me hubieran obligado a permanecer desnudo mientras registraban mi ropa. Total, que decidió tomar cartas en el asunto y llamó a Juan José Domínguez, al que, hasta que Pepe Barrios tuvo la suerte de casarse con mi hermana, considerábamos "el abogado de la familia". Juan José Domínguez, que fue presidente provincial del CDS de Adolfo Suárez en Huelva, desanimó a mi padre en lo referente a emprender acciones legales, ya que podría ser que las consecuencias fueran peores. Debió preguntarle si confiaba en que lo yo había contado, si había algo que ocultara. Porque no debía descartar que en otra ocasión, no sólo me detuvieran, sino que me encontraran algo ilegal encima, "tú me entiendes, agregó". Nunca tuve claro si se refería a que yo pudiera llevar "algo" encima, o si estaba tratando de hacerle ver a mi padre que los mismos guardias podían hacer que "encontraban algo". El caso es que mi padre desistió de acudir a los juzgados y denunciar el trato vejatorio que yo y mis amigos habíamos recibido en el cuartelillo de La Antilla. Sobre todo tras hablar con un viejo amigo, el sargento Zafra. Siendo yo un niño, Zafra nos había llevado a mi padre y a mí a hacer prácticas de tiro con otros guardias en una cantera. Ya no era sargento, había ascendido y ahora tenía un puesto en el estado mayor o algo así de la Benemérita. Aún mantenía un gran aprecio por mi padre y, como pude comprobar, por mí mismo. Zafra se ofreció a intervenir de inmediato y aclarar lo ocurrido, garantizando que ningún guardia volvería a hacerme ningún daño. Me defraudó un poco tener que renunciar a la denuncia, pero sé que mi padre nunca dudó de mi versión y que hizo todo lo que creyó oportuno para garantizar, ante todo, mi seguridad y la de mis amigos.

De entrada, nos secuestró en su casa de Huelva hasta nueva orden. Lejos del peligro. La cosa cambió radicalmente de tono en las horas siguientes. Según supimos después, el antaño sargento Zafra había llamado al cuartelillo y, entre otras lindezas, había contado al comandante del puesto que yo era hijo de un íntimo amigo suyo, coronel retirado de infantería. No era cierto, mi padre era jefe del taller de reparaciones de una empresa constructora ya desaparecida. También había tenido un pequeño negocio de ultramarinos que su hermano y él heredaron de su padre y que nunca fue una mina. Sin embargo, Zafra dijo a los guardias de La Antilla que mi padre era coronel retirado del ejército. Cuando se personó en el cuartelillo le esperaban. Sólo decir "soy el padre de…" y los guardias presentes se cuadraron en el acto. No sé qué más ocurrió, qué le contaron… Dos días después, de nuevo en La Antilla, estábamos paseando cuando se paró el coche patrulla a mi lado. Se bajó Ruiz. A punto estuve de perder el conocimiento del susto. Pero Ruiz había venido a pedirme disculpas. En serio, no recuerdo sus palabras, pero vino a pedirme perdón. A llamar "malentendido" a lo ocurrido y a asegurarme que no volveríamos a tener un problema más. Ni con ellos, ni con la policía municipal, a la que responsabilizaba de tal "malentendido". Fue un momento muy tenso, pero lo que dijo se cumplió. Nunca más nos pidieron el carné en lo que restó de verano, ni volvieron a meter las narices en nuestras inocentes actividades.

Y una satisfacción (o dos. O tres)
Hubo juicios. Rancapinos, el que negaba haber dado una bofetada a Schweepping amenazando con darle otra si no se callaba, presentó denuncias contra el propio Schweepping, contra Antonio y contra mí. Los dos primeros salieron absueltos en un juicio muy surrealista celebrado en Ayamonte, aunque la jueza les impuso una multa de cinco mil pesetas por… ¡negarse a presentar el carné de identidad a las fuerzas de orden público!
Lo de mi juicio fue mejor. Aún siendo uno de los pocos policías de la zona que no estuvo presente aquella noche (estoy seguro de que hubiese disfrutado mucho), Rancapinos me había denunciado por insultos y amenazas.

Cada cosa a su tiempo. Aquel amigo, C., que fue novio de mi hermana y la primera persona en saber lo ocurrido aquella funesta madrugada del 16 al 17 de julio de 1987, me telefoneó la noche antes del juicio.

— Perico, soy C. —dijo— Sé que mañana tienes el juicio por lo de aquella noche. —La verdad es que me sorprendió su llamada—. Verás, A., mi esposa, es la jueza que lleva el caso. — Me quedé silenciosamente más sorprendido. Ni sabía que se había casado, aunque conocía a A., su novia, ni mucho menos sabía que A. era jueza— Escúchame atentamente, Perico.

Dijo algo que tenía bastante sentido. A. era jueza en la comarca. Sabía lo ocurrido aquella noche porque C. le había contado nuestro encuentro, mi historia y mis llantos aquel mismo día. Por su trabajo, no era la primera vez que oía hablar de Rancapinos, el policía local de Lepe que me había denunciado y cuyos expeditivos métodos ya habían dado tarea con anterioridad en su juzgado. También tenía referencias de algunos guardias civiles para los que la Transición debió ser una anécdota. C. me dio instrucciones precisas. Cuando llegara al juzgado debía comportarme como el niño bueno que soy, y, por encima de todo, no acercarme al estrado y decir cosas del tipo "¡Hombre, A.! ¿Cómo tú por aquí?" En ningún momento debía saludarla ni permitir que se notara que nos conocíamos con anterioridad. Que estuviera tranquilo, que me limitara a negar los hechos si me preguntaban, y que todo iría bien. Por supuesto, añadió algo.

— Esta conversación nunca ha tenido lugar.

Cuando colgué el teléfono una enorme sonrisa se apoderó de mi rostro. Pensé en llamar a mi abogado, Pepe Barrios, que ya había tenido la suerte de casarse con mi hermana y se había hecho cargo de la "representación legal" de la familia. Antes de la llamada, Pepe ya me había dado instrucciones precisas sobre lo que podría ser el desarrollo del juicio. Nadie en mi familia dudaba de mi inocencia y de lo falso y ruin de la denuncia que Rancapinos me había puesto. Una corriente gamberra recorrió mi espalda y mi mente y no llamé a mi cuñado para contarle la llamada de C.

Desperté excitado. Iba a ser un gran día. Pepe me recogió a las ocho de la mañana. El juicio tendría lugar en un juzgado cercano a Lepe, que no concreto para no poner en un compromiso ni a C. ni a A., a los que estoy tan agradecido. Me había vestido con "mis mejores galas": pantalón negro de una pinza estrechado a la altura de los tobillos, camisa larga de color rosa, el pelo engominado y de punta, con cierto desorden en el flequillo, como el vocalista de Spandau Ballet, mi gabán negro de tres cuartos, por debajo de las corvas, y, para rematar, mi Ferrándiz de latón dorado prendido en el cuello de la camisa. Muy propio. A Ventura, el viejo abogado de la zona que resultó ser tío de Nacho y que murió unos años después, también le causó curiosidad el Ferrándiz. Estaba en la sala de espera del juzgado porque representaba a un gitano que también esperaba en la sala, esposado, escoltado por dos guardias y con cara de pocos amigos. Le había correspondido en el turno de oficio. Paseaba por la sala de arriba abajo cuando se paró frente a mí, acercó su dedo índice extendido a mi cuello, y con cara de padre que no permitiría tal atuendo a sus hijos preguntó.

— Y eso que lleva Vd. ahí… ¿qué es?

— ¡Es un Ferrándiz! —le contesté con suficiencia. El viejo letrado guardó silencio un poco confundido. Miró unos segundos más a mi broche de latón, y reemprendió su paseo de un lado al otro de la sala con cara de no sentirse muy satisfecho.

A los pocos minutos se paró de nuevo a mi lado, y arrogante, más convencido, dijo, muy pagado de sí mismo:

— ¿Un Ferrándiz? ¡Será una imitación!— A mi amigo Rafa le encanta esta anécdota.

Rancapinos, que me había denunciado no se presentó al juicio. En su lugar, acudió uno de los policías locales de Lepe que tampoco había estado presente aquella noche, pero que comparecía como testigo. Entramos en la sala y yo casi no miré al tribunal. Hice lo que C. me había dicho que hiciera. El fiscal se dirigió al policía.

— Bueno, a ver, cuente Vd. qué ocurrió —dijo mirando con cara de pocos amigos al policía, que sudaba a chorros y era evidente que no estaba pasando un buen rato.

— Pues que el acusado insultó a mi compañero José —respondió el policía.

— ¿Puede concretar mejor? ¿Se trata de eso, de insultos? ¿Qué insultos fueron esos? —preguntó el fiscal. En ese momento comprendí que era obvio que el fiscal también sabía qué había ocurrido aquella noche de julio. Que "estaba en el ajo" — ¿puede Vd. concretar mejor, agente?

— Pues el acusado se cagó en los muertos de mi compañero José, señor —respondió el policía y se oyeron algunas risitas en la sala.

— ¡Hable Vd. con propiedad! —respondió el fiscal y las risas fueron generales. No había duda, el fiscal estaba en el ajo.

Tras un momento de confusión general en los que el policía fue incapaz de articular palabra alguna, el fiscal le pidió que no contestara y dirigiéndose al tribunal, comunicó que no quería hacer más preguntas, que no tenía claro a qué tipo de altercados se refería la denuncia, pero que no observaba indicios de delito por mi parte con las pruebas aportadas, y que, por tanto, pedía el sobreseimiento de la causa. Mi satisfacción fue enorme. Me levanté el primero cuando la jueza dio por cerrado el asunto y salí corriendo de la sala. En la puerta no pude evitar esperar a que pasara "el testigo" y, cuando salía del edificio, me dirigí a él.

—Dale mis saludos a Rancapinos.

Nunca más he tenido problemas con la ley. Una.

No fue la única. Un año después, 1988, fui contratado por el actual alcalde de Huelva, mi tocayo Perico Rodri, para ocuparme del gabinete de prensa de la discoteca Surfasaurus de Matalascañas. La sociedad propietaria de la misma, COSTADOÑANA S.A., se lo había encomendado a TIGSA, Técnicos en Imagen y Gestión S.A., empresa de Rodri, y éste me lo había encomendado. Por aquellas fechas, COSTADOÑANA y su presidente, Salvador Echeverría (ojo, no confundir con mi apellido, Echevarría), aspiraban a promover un importante proyecto inmobiliario en Matalascañas, a la que querían convertir en la Marbella de la Costa de la Luz. Los ecologistas consiguieron paralizar aquella locura. Pero entonces era vital la imagen que se ofrecía de la localidad costera, y Surfasaurus era una de las apuestas del grupo para difundir una imagen de la zona atrayente para turistas, veraneantes de postín y, sobre todo, inversores inmobiliarios. A lo largo del verano se sucedían las actividades en la discoteca: conciertos de Julio Iglesias, Serrat, Mecano… rodajes de películas, concursos de mises con importantes premios, presencia de famosos en su zona VIP y cosas por el estilo. Mi trabajo como jefe de prensa era, lógicamente, considerado esencial por la empresa, aunque es cierto que la amplia difusión que los medios daban a mis notas de prensa, mis artículos y mis fotografías tenían más que ver con las importantes sumas de dinero que COSTADOÑANA gastaba en anunciarse en dichos medios.

Una de mis funciones era fotografiar el ambiente de la discoteca y, en especial, de su zona VIP, en la que no era difícil encontrar a algún famoso de papel cuché pero con poco trabajo que aceptaba pasar una semana gratis total en los hoteles del grupo, y que, encantado, aceptaba hacer declaraciones para las revistas en la discoteca. Fue en una de esas que vi a Gabriel Toro en la barra de la zona VIP, disfrutando de un güisqui en vaso ancho. Pensando que no me veía le hice una foto. Me vio. Me vio y me reconoció. Debió de pensar algo como "mira por dónde, el hijito del coronel poniéndomela a huevo". A pesar de las disculpas que Ruiz me había presentado en plena calle y en presencia de mis amigos, yo estaba seguro de que esa actitud respondía a la bronca recibida y no a un súbito arrepentimiento, y que los guardias, en realidad, se quedaron con las ganas de darme otras dos bofetadas por la reprimenda que habían recibido de sus superiores. Así que Toro no se lo pensó dos veces y vino presuroso hacia mí, placa en mano.

— ¡Guardia Civil! Queda detenido. ¡Entrégueme la cámara!

Pensé que me iba a tragar la tierra. Temí lo que pudiera pasarme en el cuartelillo. Temí la reacción de mis jefes al saber que había sido detenido por la guardia civil en plena zona VIP de la discoteca. Temí por la cámara. Me quedé estupefacto, paralizado. Toro me cogió del brazo tras quitarme la cámara y se dirigió sin soltarme hasta la escalera de salida de la zona VIP. En ese momento apareció Salvador Echeverría, el gran jefe, y preguntó qué estaba ocurriendo. Toro sabía perfectamente quién era ese señor, dueño de la discoteca y de COSTADOÑANA. Lo sabía, entre otras cosas, porque la Guardia Civil velaba por su seguridad en sus frecuentes salidas a pescar con Felipe González, de vacaciones en el Coto de Doñana, y con el cuñado del presidente, Palomino, que era socio de Echeverría. Atendiendo la indicación del empresario, Toro me soltó y ambos fueron a un lado de la sala. Poco después volvieron a acercarse a mí y Toro se disculpó devolviéndome la cámara de fotos. Calificó de "malentendido" lo ocurrido, mostró respeto por mi trabajo y me pidió que, por motivos de seguridad, hiciera el favor de entregarle, cuando fuera posible, las fotos y los negativos en los que él pudiera aparecer. Estaba atónito. A sugerencia de Echeverría, los tres fuimos a la barra y tomamos una copa que Toro se ofreció a pagar sin que el dueño de la discoteca se lo impidiera. Cuando éste nos dejó solos la situación se volvió extraña, tensa. Toro, con aire serio, rompió el hielo y se refirió a lo sucedido el año anterior en La Antilla. Quiso confirmar que yo era yo.

— Pero… ¿tú eres Echevarría, no? —decía— Tú veraneas en La Antilla.

— Mi familia veranea allí —respondí yo, marcando distancias. No sabía adónde quería llegar— La verdad es que yo, con este "tipo de trabajo" paro poco por casa de mis padres en verano —y puse cierto énfasis en tipo de trabajo y casa de mis padres.

— Ah —exclamó extrañado, pero, tras un largo silencio, añadió, como si se hubiera encendido una bombilla en su cabeza— Dime, ¿tú tienes algún hermano que se parezca mucho a ti?

Mi respuesta salió inequívoca, con mucha convicción.

— Hombre. Y tanto que se parece —dije— como que nació el mismo día y a la misma hora que yo.

Y así, en un segundo, apareció en mi vida mi hermano gemelo. Salvador. Salvi, la oveja negra de la familia. Para Gabriel Toro no fue difícil creerme. Por un lado, mi aspecto como jefe de prensa de la discoteca distaba mucho a la imagen posmoderna con que Toro me había conocido el año anterior. Como jefe de prensa de Surfasaurus, mi aspecto era el que la empresa esperaba de mí: un pija. Por otro, la existencia de un hermano gemelo convertía en mera anécdota nuestro reciente "malentendido" de la foto y abría la puerta a una buena relación con alguien a quien, con toda seguridad, iba a ver repetidas veces a lo largo del verano. A Toro realmente le gustaba la zona VIP de Surfasaurus. Su actitud se tornó distendida y familiar.

— ¡Me cago en la leche! —dijo con una enorme sonrisa— No te lo vas a creer. Yo conozco a tu hermano.

Como pudo, me contó su versión de los hechos. Yo escuchaba atentamente. Interpretaba al gemelo bueno. Toro me contó que éramos una pandilla incorregible. Que estábamos permanentemente provocando. Que hacíamos destrozos. Que fumábamos droga. En fin, perfiló un grupo de amigos que se buscaron lo que les pasó, pero a los que no les pasó nada. Incluso mencionó el puñetazo que, según él, nunca pegó en los genitales de mi amigo Luis y que yo vi perfectamente que le pegó. Estuve a punto de saltar, pero me resultaba divertido lo que estaba pasando, y concluí que para mí también sería más fácil encontrarme con Toro habitualmente en mi rol de gemelo bueno. Entablamos una suerte de amistad que duró todo el verano. Siempre que me veía, Toro me invitaba a una copa y charlábamos un rato. Me pedía que le contara cosas de los artistas y famosos a los que estaba conociendo por mi trabajo en la discoteca, y él me correspondía con batallitas de su trabajo en narcóticos. Le encantaba charlar conmigo. A menudo, comentaba lo asombrado que estaba de cómo dos personas tan parecidas físicamente como mi hermano Salvi y yo podíamos ser tan distintas. Yo tan formal y con un trabajo tan interesante, y él un… Nunca se atrevía a decir un qué. Sólo una vez temí que descubriera el engaño. Toro recordaba al gemelo malo como a Pedro, y yo era Pedro. Tuve que inventar rápidamente y le dije que era habitual que mi hermano usara un carné de identidad mío. Había tenido algunos "asuntillos" anteriormente, y le avergonzaba mucho que cada vez que le pedían la documentación salieran a relucir… Así que me hizo creer que yo había perdido mi carné, me saqué uno nuevo y él usaba el "perdido". Y no tenía problemas en las comprobaciones. Toro se lo creyó. Uf.

Sé que mucha gente no me cree cuando cuento esto. En un alarde de amistad, Gabriel me confesó que nos había visto juntos a mi hermano y a mí y que, a pesar del enorme parecido, a mí me distinguía porque en mi cara se veía que yo era un "tío noble". Lo prometo. Fue tal como lo cuento. En realidad, Toro debió haberme visto a mí mismo en un bar de copas un par de horas antes de entrar en la discoteca. Los días de trabajo, mi amigo Francis ponía su coche y yo me encargaba de conseguirle acceso a la discoteca y copas gratis. Era muy pija y la zona VIP de Surfasaurus le encantaba. Íbamos temprano, para aprovechar y salir por los bares de Matalascañas antes de mi trabajo. Yo llevaba los pelos engominados y de punta, pendiente y algún toque distintivo: un chaleco negro en contraste con una colorida camisa, pantalón pirata, zapatos de punta… Mi aspecto habitual. Antes de ir a la discoteca me sometía a una rápida y radical transformación en el coche. Me quitaba el pendiente, me ponía el pantalón de pinzas, camisa de El Corte Inglés, peinado adecuado… Desaparecía Salvi y aparecía Pedro. Con toda probabilidad, Toro me había visto alguna vez antes de "la transformación", e intuyó que si mi hermano estaba por allí, lo normal es que nos hubiésemos visto. Así que aquella noche se lanzó y me dijo aquello. Fue un shock. Un subidón. No se cómo explicarlo. Una satisfacción. Un gesto que me ratificaba que sí, claro que sí, Toro y yo éramos de especies distintas. Lo prometo. Me dijo que nos había visto a mi hermano gemelo y a mí juntos en un bar de Matalascañas. Que éramos dos gotas de agua. Que, aparte de nuestra diferente indumentaria, a mí se me distinguía enseguida porque en mi cara se podía ver que yo soy un tío noble. Qué gran momento. Qué risa cuando lo conté. Nunca más pude charlar con Toro como hasta ese momento. En mi interpretación de gemelo bueno, trabé una buena relación con él, pero desde que dijo aquello, sólo charlábamos cuando nos encontrábamos en la barra de la zona VIP y se ofrecía a invitarme a una copa. Una vez que la copa estaba servida le decía "perdona, Gabriel, tengo que saludar a alguien" y cosas así. Aquella relación le costó un dinero. Dos.

El remate fue unos meses después. En Matalascañas, también. Fue la última vez que vi a Gabriel Toro, y cuando dejaron de dolerme la humillación, las bofetadas, los insultos, las amenazas y hasta el puñetazo que Gabriel pegó al punqui en los genitales aquella aciaga noche del julio anterior. Mi gran momento de gloria. Mi venganza.

Terminada la experiencia de Surfasaurus, me había incorporado como Jefe de Prensa y Relaciones Públicas a la asamblea provincial de Cruz Roja que presidía el socialista onubense Javier Ocón, marido de la diputada en el Congreso Fátima Aburto. En noviembre tuvo lugar en Matalascañas un encuentro de altos cargos de la institución en cuya clausura participaron, entre otros, el presidente de la diputación provincial de Huelva, algunos alcaldes socialistas de la zona y el gobernador civil de la provincia, Guillermo, cuyo apellido no recuerdo. Los altos cargos presentes se dirigían a él llamándole "Willy". Hubo una cena estupenda y posteriormente, los invitados fueron agasajados con una copa y una fiesta de despedida en una discoteca cercana al restaurante. Yo había organizado las jornadas y sus eventos principales, en los que intervinieron los altos cargos. Estaba agotado. En la discoteca, Ocón no perdió la oportunidad de volver presentarme como "ese hijo que nunca hubiese querido tener" y, tras felicitarme por mi trabajo de esos días, me animó tomarme un par de copas, bailar y olvidarme de todo y de todos. Mi trabajo había terminado. Pidiendo la primera copa vi a Toro en la barra, casi a mi lado, con un grupo de amigos que supuse eran también agentes. Su alegría por el encuentro fue evidente y enseguida se acercó y me invitó a reunirme con sus amigos, a los que les encantaría presentarme. Ay, sé que hay quien no me cree, pero todo lo que cuento es cierto. Gabriel fue generoso conmigo en las presentaciones. "Perico Echevarría —decía—, un importantísimo periodista de Huelva" que trabajaba en Surfasaurus y escribía bonitos artículos sobre los conciertos y los artistas y que había hecho gran amistad con Julio Iglesias. No sé por qué añadió ese dato. No me importaría que fuese cierto. Efectivamente, tuve ocasión de conocer a Julio Iglesias en Surfasaurus y me pareció un tipo genial, muy diferente a lo que yo imaginaba que sería, pero de ahí a haber hecho amistad con él… Gabriel lo contaba así, con orgullo de ser mi amigo.

Ya en la segunda copa, Gabriel sacó el tema de Salvi. Que no se lo podrían creer si lo vieran, pero que, a pesar de nuestro gran parecido, éramos la noche y el día.

Qué pasó por mi cabeza. Allí, delante de sus compañeros a los que con tanto orgullo me había presentado, se lo dije. Que todo era mentira. Que mi hermano no existía. Que yo era el peligroso niñato de La Antilla. Que sí había sido golpeado por su compañero Ruiz, y que él sí que había pegado el puñetazo en los huevos "al punqui" porque yo vi cómo lo hacía. Hubo unos momentos de desconcierto en los que afirmó que yo mentía, que él nos había visto a los dos juntos. Mi amiga Rosa estaba delante e intuyó que aquello no pintaba bien. Con sigilo fue a contar a mi jefe lo que estaba pasando. Rápida y certera. No era fácil explicar toda la historia que ella conocía bien. La explicó muy bien. La cosa en mi barra se estaba poniendo realmente fea. Gabriel estaba consternado con la noticia y no hacía más que preguntarme por qué le había mentido. Yo, valiente y arrogante por el efecto del segundo güisqui, le contestaba que me dio miedo que me ocurriera lo del año anterior. Que no quería volver a pisar un cuartelillo con gente como él, que por eso inventé mi otra personalidad. Mientras, sus compañeros cuchicheaban. No sé qué decían. Hacían planes de algún tipo y yo estaba relacionado con ellos. No me gustaba nada. Había metido la pata con mi… "confesión". Tenía que dar por terminada la conversación y volver a mi grupo original. Por fin, en el que fue mi gran momento de gloria, apareció Guillermo. Willy, el Gobernador Civil en persona. Fue divertido ver a todos esos tíos de paisano cuadrarse ante él diciendo "¡a sus órdenes!" mientras Guillermo me echaba un brazo por encima del hombro y, apartándome del respetuoso y silencioso grupo de agentes, dijo, con voz audible para los guardias: "Bueno, amigo Perico, tomemos algo y me cuentas esos planes para otros actos de Cruz Roja en los que quieres que te ayude". Pude ver la cara de Gabriel Toro. Tres.

En 2005, Juan Martínez Galdeano, de 39 años, mi edad actual, ha sido maltratado hasta morir en una casa cuartel. Cómo lamento que Juan no pueda escribir un relato como éste.
Sevilla, 2 de septiembre de 2005.