El próximo día 12, el movimiento 15·M ha llamado a nuevas movilizaciones para conmemorar los hechos, que, hace un año, removieron muchas conciencias, y, muy posiblemente, dejaron demasiado satisfechas a otras. Ante esta nueva convocatoria, recuero, con algunas modificaciones, este artículo publicado en mi columna de Diario Progresista, en octubre de 2011.
Los que ahora tienen 35 años, tenían 20 años cuando Felipe
González dejo de ser presidente del Gobierno. Los que tienen 30, 15; los que 25,
10; y los que ahora tienen 20, sólo 5 años. Son horquillas de edad que
representan, en su inmensa mayoría, a las personas que integran el movimiento
llamado 15·M. Todos ellos anhelan una sociedad distinta, rupturista, más de los
ciudadanos. Lo hacen, con toda legitimidad, observando la que a ellos les ha
tocado vivir, que es manifiestamente mejorable, como todos sabemos.
Pero es una sociedad a la que, en justicia, hay que mirar
con perspectiva y comparándola a cómo era con anterioridad. Los que
prácticamente sólo han sido testigos del devenir político en España a partir de
ciertas edades, difícilmente podrán hacerlo. He tratado de mantener esta
conversación con miembros del 15·M, pero he descubierto en muchos de ellos, con
pesar, que a pesar de su manifiesta voluntad ‘asamblearista’, no se sienten
cómodos escuchando argumentos que vengan a rebatir su radical visión de la
realidad, desde la que parecen sentirse los únicos legitimados para analizarla.
Los que aún somos jóvenes menores de 50, aunque hayamos cruzado la temible frontera de los
cuarenta, empero, tenemos la obligación de reivindicar, -especialmente los que
somos de izquierdas- los cambios que sí
se han producido en España, la obra de nuestros mayores (y la nuestra, que
también lo es). Y no quiero referirme a la Transición, que pudo estar mejor o
peor planteada, sino a todo lo que vino después.
Yo recuerdo España cuando se murió Franco. En eso me siento un
poco como Carlitos, el protagonista de la serie “Cuéntame” que emitía
Televisión Española (hasta que el gobierno radical y neocon de Mariano Rajoy decidió mermar, cobardemente, su audiencia
para después justificar los cambios que le permitan hacerse con la línea editorial
de la televisión pública estatal, ahora independiente y veraz, y por tanto,
peligrosa para los intereses ocultos del PP). Porque recuerdo una infancia en
blanco y negro, en la que cuando nos caíamos jugando y nos hacíamos una herida,
nos llevaban a unos lúgubres cuartuchos, ubicados en cualquier edificio, que
llamaban “casas de socorro”, y en la que era costumbre dar una propina a los
enfermeros que te curaban. En la que los que vivíamos lejos de la capital -en
Huelva, en mi caso- viajábamos a Madrid haciendo noche en algún hostal de
aquellas carreteras comarcales en pésimo estado de conservación, porque tantas
horas de viaje se tardaban como para que así fuera necesario. En la que a los ‘malos
estudiantes’, a los 13 años les daban aquel “certificado de escolaridad”, que
no era otra cosa que un permiso de trabajo para niños a los que el Estado
renunciaba a formar, y cuyos progenitores no tenían ningún derecho a defender
de semejante tropelía. En la que miles de vocaciones profesionales se truncaban
antes siquiera de haberlas iniciado porque los jóvenes sabían que sus familias
no podían costear los estudios de sus hijos en las escasas y lejanas universidades
del país. En la que millones de personas, sobre todo mujeres, carecían del
derecho a una pensión. En fin, un país triste
y gris que ofrecía escasas oportunidades, y sólo a los más
privilegiados.
"La fuerza del 15·M, que es una fuerza política esencialmente, debe unirse, abandonando esa cierta pose de pureza que aleja a sus miembros de quienes defendemos lo mismo desde la acción partidaria o sindical, a la oposición a la derecha reaccionaria que nunca consideró conveniente que la ciudadanía obtenga derechos que no puede costearse."
Tuvo que llegar el PSOE en 1982 para que todo aquello
comenzara a cambiar. 14 años después de que Felipe González asumiera la
presidencia del Gobierno, nadie podía reconocer a España. La sanidad se
convirtió en un derecho universal sin más coste para el ciudadano que el de los
impuestos que, directa o indirectamente, todos tributamos; con grandes
hospitales y prestaciones sanitarias que pocos recuerdan que, sólo una década antes,
no existían en España. La educación se convirtió en obligatoria hasta los 16
años y -aunque no se quiera reconocer por nuestra derecha y sus terminales
mediáticas, que, como el Tea Party,
son capaces de negar al mismísimo Darwin si ello concurre con sus egoístas
intereses- con una evidente mejora de calidad, en profesorado, infraestructuras,
medios y recursos. Las universidades y la capacidad de acceder a ellas se
multiplicaron hasta hacerla accesible a todos los estudiantes que tengan
interés en alcanzar sus grados, y la formación profesional evolucionó como no
lo había hecho desde la Segunda República. En esos 14 años se reorganizó y se
estableció el actual sistema de pensiones y se garantizó la supervivencia de
una Seguridad Social que es hoy el gran pilar de nuestro sistema. Todo ello
porque así lo hicieron los sucesivos gobiernos socialistas que contaron con el
apoyo de fuertes grupos parlamentarios capaces de neutralizar la permanente
negativa de la derecha a abordar esas reformas que venían a favorecer a los
ciudadanos, fuera cual fuera su condición o clase social, y no sólo a los más privilegiados.
Y lo hicieron en momentos de fuerte inestabilidad financiera provocados por las
crisis del petróleo de los primeros años ochenta y teniendo que abordar,
además, dramáticas reconversiones industriales que situaran, por fin, a España
en el siglo XX a nivel productivo.
Por el contrario, y eso sí que debieran recordarlo muchos de
los jóvenes que hoy claman contra los grandes partidos afirmando que todos son
iguales, las dos legislaturas de Aznar se caracterizaron por… ¿Por qué? He
preguntado muchas veces si alguien es capaz de recordar por su nombre una
reforma, una ley o un nuevo derecho adquirido con los gobiernos populares, que no
sea la supresión de servicio militar obligatorio. Nunca he obtenido respuesta. Ni
una sola vez. Los líderes de la derecha reivindican como éxitos propios ciertos
indicadores macroeconómicos que visten mucho, pero que no se reflejaron en una
mejora sustancial de la calidad de vida de los españoles, de los salarios o de
las pensiones, congeladas por Aznar durante un largo periodo de su mandato.
Mucho menos en un aumento del poder adquisitivo de los ciudadanos, sobre todo
los de menor renta; todo lo contrario, al haber gestionado de forma
irresponsable -pero intencionada- el tránsito de la peseta al euro permitiendo
una subida de precios de hasta el 66 % en los productos básicos, por no haber
tomado medidas que evitaran la equiparación de la moneda de cien pesetas con la
de un euro, sin que ese reflejo se viera en los sueldos de los trabajadores ni
en las pensiones. Se arrogan también haber creado muchos puestos de trabajo,
pero lo cierto es que llegaron al gobierno con dos millones de parados y con
dos millones de parados se fueron, y la mayoría de los contratos que se
generaron –que no empleos estables- estuvieron basados exclusivamente en un falso
boom inmobiliario y no a nuevos
yacimientos de empleo y productividad, invitando a decenas de miles jóvenes a
dejar sus estudios para ganar grandes sueldos en la construcción, lo que nos ha
llevado a la actual situación de enormes cifras de parados sin cualificación (y
millones de viviendas construidas a la espera de comprador).
Tuvo que ser a partir de 2004, con una nueva mayoría
socialista, que los españoles volvieran a tener un gobierno y un parlamento que
apostara por mejorar los derechos colectivos e individuales, de forma que la
riqueza de la nación les revirtiera de alguna forma. La Ley de Dependencia, que
ya es asumida como el cuarto pilar de Estado del Bienestar, no hubiese visto la
luz con un gobierno del PP; es fácilmente comprobable mirando cómo están
haciendo lo posible por boicotearla. La Ley de Igualdad, los matrimonios
igualitarios, el aumento de las partidas para becas, la mejora de las pensiones
y las mejores cifras de empleo neto jamás registradas en nuestra historia se
obtuvieron una vez que José Luis Rodríguez Zapatero hubo llegado a La Moncloa.
Y también, si se me permite citarlo, la inclusión en los planes educativos de
la asignatura Educación para la Ciudadanía, cuyo objetivo principal, y por eso
escuece tanto al PP, es formar ciudadanos, en el más amplio sentido de la
palabra, conocedores de su entorno y del sistema en el que conviven para que,
terminada su formación, puedan tomar el testigo del mismo y hacer posible las
mejoras que hoy reivindican quienes no contaron con esa herramienta del
conocimiento, que es, siempre, la mejor herramienta para cualquier empresa que
se quiera acometer.
Han bastado con poco más de 100 días de Gobierno de Mariano
Rajoy, para que todo lo relatado se ponga en tela de juicio; para que nos traten
hacer creer que todos los derechos y mejoras conseguidos por la ciudadanía -con los gobiernos
socialistas, y sólo con ellos- no nos pertenecen, y que la mayoría absoluta
obtenida con una propuesta electoral que nunca tuvieron intención de cumplir,
es suficiente para robarnos, en nombre de una crisis que les pertenece a ellos más que
a nadie -y cuya responsabilidad eluden sin rubor alguno- lo que tanto nos ha
costado conseguir a tantos. A pesar de ellos, y también para ellos. Y aún así, todavía
hay quien osa afirmar que son lo mismo.
No son lo mismo. ¿Cómo van a serlo? El haber sido testigo
prácticamente sólo de estos últimos años, protagonizados por esta terrible
crisis provocada por los que defienden las mismas políticas económicas que la derecha española, podría llevar a alguien a afirmar que unos y
otros son lo mismo. Pero si uno sale a reivindicar un mundo mejor – ¡qué gran
alegría que esto ocurra!- está obligado a conocer la historia del sistema que
se quiere mejorar. Y, claro, si una enorme parte de ese magma humano y
reivindicativo apenas había empezado la educación secundaria cuando los
populares llegaron al poder en 1996 y, además, parece poco dispuesta a reconocer el adanismo que caracteriza su
lucha, podría acabar creyendo que sí, que da igual quien gobierne. Pero tras el brutal ataque de la derecha a los pilares básicos de nuestra convivencia en tan sólo tres meses, ya no hay nada que justifique esa errónea percepción, pues podrían volver
pasar largos años hasta que los españoles volvamos a tener gobiernos que, con
sus aciertos y sus errores, nos brinden mejoras sociales, nuevos derechos y la
posibilidad de ir corrigiendo los defectos que, sí, es cierto, este sistema
está acusando.
El 15·M fue y es un soplo de aire fresco muy necesario para
la nuestra y para cualquier democracia. El próximo día 12 el movimiento ha llamado
a repetir, aunque con un carácter más testimonial y conmemorativo, las escenas -emocionantes y esperanzadoras en sus mejores momentos- del pasado año. Tras lo
vivido desde las pasadas elecciones, el movimiento debería de mirar con más
objetividad, ahora ya sí, la historia reciente de nuestro país antes de afirmar que no hay
diferencias entre unos partidos y otros. La fuerza del 15·M, que es una fuerza
política esencialmente, debe unirse, abandonando esa cierta pose de pureza que aleja a sus miembros de quienes defendemos lo mismo desde la acción partidaria o sindical, a la oposición a la derecha reaccionaria
que nunca consideró conveniente que la ciudadanía obtenga derechos que no puede costearse.
Si de verdad queremos mejorar el sistema y ponerlo al servicio de todos, demostremos de verdad -con lemas,
pero también con hechos- que estamos dispuestos a hacerlo uniendo fuerzas contra un enemigo común que ya no necesita la careta, porque
nuestras divisiones les ha dado el poder que nunca hubiesen conseguido de otra forma.
Que el aire fresco del 15·M sea una fuerza que nos una para defender lo que debe unirnos y nunca separarnos, porque nos lo quitan. Nos lo están quitando.